Imagínese la siguiente situación. Entra al trabajo, enciende su ordenador y le cuesta encontrar en que parte de la pantalla está el icono de la aplicación que está buscando. Tras un minuto buscando, lo encuentra, y tiene que establecer manualmente una a una la configuración de la aplicación hasta dar con la deseada, a pesar de que todos los días usa el mismo programa para lo mismo.
Necesita introducir la información para obtener un resultado estadístico, que es perfecto, pero resulta que le cuesta distinguirlo en la interfaz porque está en letra negra y pequeña en un fondo morado. Tras entender ese resultado estadístico, tiene que llevarse esa información a otra aplicación para conseguir que esta tarea sea útil, pero no puede copiar y pegar y tiene que hacerlo vía papel para poder seguir usando esa información, pues la aplicación le restringe el “copy-paste”.
Después de introducir los datos del papel en la aplicación, resulta que la segunda tiene más o menos los mismos problemas que el primero. Ahora imagínese que le pasa todos los días. ¿Qué es lo que ha fallado aquí? Para un diseñador (y en casos tan extremos como éste para cualquiera) ha fallado la empatía con el usuario.